Estación Sewa Machiria
éste, el tren, suena el silbato como el de Pancho Villa, y aunque ya no es de vapor -y se ve a punto de ser “chatarra condenado”- se oye como si lo fuera; sin embargo, el diesel no huele a aceite quemado y el humo se va rápido y lejos. Es largo y con vagones de carga, viejos y sucios; en sus techos viajan norteados que saludan, como guerrilleros sin cananas; la tierra trepida y los perros ladran con fuerza porque su sonido es lúgubre;
recién llegados del DF (cariñosamente llamado “el defectuoso”) y sin el bagaje necesario que acreditara la profesión gastronómica, empezamos como el legendario Borras a poner en práctica un concepto que ya había rebasado la moda en el mundo: el de la “slowfood” en contraposición a la “fastfood”, o sea el respeto, tiempo y cuidado que merece la nutrición; la ingesta sana, la comida sin grasa… además de que la chatarra se fuera, por supuesto, a la planta procesadora de residuos;
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la seriedad de la cocina sonorense (y al repetir esta palabra recordamos con gusto la pasión culinaria de Ernesto Camoú Healy) consiste en no pedirle a una carne asada o a un chile verde relleno de carne y queso o a una gorda estilo San Bernardo -como una gran empanada-, que sean platillos distintos a lo que son;
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durante los primeros tres años, más bajas que altas han definido el futuro de Sewa Machiria: la gente exigía grasa y gaseosas; cerveza y tabaco, también humo en la cara con aroma a carbón y carne y lo quería, además, rápido…sería porque el tren de Pancho Villa se deslizaba hacia el norte a todo mecate;
desde un principio, pensamos que la carne es nutrimento básico del sonorense, independientemente de que a nosotros también nos gustara, así que buscamos una con la menor cantidad de grasa posible, junto con cortes y filete de cabrería, por ejemplo, para ofrecer variedad de sabores y texturas, de colores y formas, incluso. Sobre ello, comenta el profesor chileno Andrés Gomberoff, amante de la física y la carne: “al hierro creado en el núcleo de moribundas estrellas, le debemos el color de las carnes rojas. Es parte esencial de una proteína llamada mioglobina, que almacena oxígeno en los músculos y otorga a la carne roja su atractivo color rubí, que tan bien contrasta con el verde de la ensalada”;
“porter house”, digamos que el verdadero “t-bone” porque lleva como equipaje un trozo de cabrería, así como la cecina (antes conocida como carne seca, porque fundamentalmente se asaba al sol), son los nuevos elementos que engrosan la milicia carnicera de Sewa Machiria;
aunque el concepto acuñado a partir del sol, sin mayor alcance que el de un conocimiento almacenado durante años desde libros y pantallas, barrios y escenarios, incluía, también, una declaración de guerra a los agroquímicos y fertilizantes sintéticos (que son práctica en el Mayo), anteponiendo la bandera activista del verde orgánico de las ensaladas, la verdura, las plantas, la fruta, los animales, nosotros mismos;
por ello viene a cuento otro pensamiento de este profesor chileno: “el magnesio es parte esencial de la molécula de clorofila, el pigmento que pintó de verde la naturaleza. Note que al cocinar sus verduras, el color se marchita. Eso se debe a que en su olla ese magnesio creado por una estrella es desplazado por un hidrógeno creado en el big bang. ¡Por favor, no cocine demasiado sus vegetales!”;
chile molido como insecticida, orín humano como fertilizante, heces de caballo, composta para enriquecer la tierra… todo se integró en un elemento decisivo para cultivar el espacio de hortaliza orgánica que surtiría a Sewa Machiria;
ni escrupulosamente vegetarianos ni estrictamente carnívoros, sino la búsqueda del equilibrio, fue la idea que nos llevó a emparentarnos con la “macrobiótica”: vivir sólo con lo que es necesario; comer tan sólo cuando se tiene hambre; tomar alimentos provenientes del medio en el que se vive y de temporada; sin alimentación no hay vida, la calidad de la alimentación determina la calidad de la forma de vida; masticar concienzudamente cada bocado…frugales, sin ser remolcados por el placer de ingerir;
desde el 07 -puede decirse incluso que un poco atrás-, empezamos a darle vueltas a este concepto, y como es pretendidamente lógico o perfectamente loco, concebimos la idea de unos juegos de madera para niños y un mezquite grande que fuera un techo para la gente en sus reuniones o fiestas…y los hicimos. Los limpiamos con frecuencia aunque la gente de Navojoa no quiere exactamente madera ni mezquite, sino plástico y cemento;
pero bueno, así es esto de traer propuestas enseñadas por el mundo y no iniciativas tomadas a la sombra de árboles de plástico. Vale decir que estas ideas de ninguna manera elaboradas ni pretenciosas, buscaban un cambio de vida para la gente; al contrario, se unen a esa tradición gastronómica que conocimos años atrás, aunque han enraizado en México las fuerzas mercadotécnicas, las de la “fastfood”, las que nos arrancan de la tierra, las que sepultan al ferrocarril;
sin trazar un proyecto con fines académicos o comerciales, engrosamos la trenza. Era vital considerar las energías renovables frente a la depredación de los recursos naturales finitos, cuya extracción había excedido la capacidad biológica de la tierra para regenerarse: la solar (se establece que permanecerá por más tiempo que la tierra), la eólica, la hidroeléctrica, la biomasa, le geotérmica…Aunque principalmente la solar, un elemento que cae a plomo sobre el techo sonorense. Y, junto con el sol, una flor heliotrópica: el girasol, ya que es icono de energía renovable por su enorme aprovechamiento de luz solar: flor de luz;
durante el 2009, hicimos un receso en Sewa Machiria: tiramos anclas por unos meses y aplicamos algunos cambios a este concepto, obedeciendo en parte a esa ley del mercado que determina que el intercambio comercial debe partir de la demanda y no de la oferta. (Capitalismo puro, mazo en la cabeza a la masa). Firmamos un convenio con la cervecería y otro con la gaseosa, además de levantar los carteles de no fumar aunque, en general, la propuesta este 2010 sigue tal cual, arremetiendo contra molinos de viento;
porque somos tercos. A Sewa Machiria le aplicamos una cirugía reconstructiva durante esos meses en que tiramos anclas: pusimos pisos de piedra bajo los portones, lo mismo que construimos un reservado que es una palapa de seis metros de diámetro, con refrigeración, paredes de barro y carrizo, así como pasillos de cemento pulido con ladrillos y piedras incrustados para ingresar a la misma; una barra de seis metros para despachar la cerveza, y una televisión de plasma en la palapa grande para ver los juegos de béisbol y futbol este 2010;
también, un equipo de sonido para amenizar y reproducir música en vivo, y sólo al hacerlo nos dimos cuenta de lo rupestres que éramos aunque fuéramos íntimos amigos del “defectuoso”: vimos de frente al Ipod y las funciones del MP3; por ahí guiñó sus ojos el Blackberry y las nuevas versiones de “Apple”. Y así te vas. Porque si no te trasladas rápido a EU para comprar el nuevo Ipad, calientito como pan, y aunque te metan preso toda la vida por ser mexicano, entonces sí puedes recibir el doctorado de rupestre;
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y la artesanía en la región, es ejemplo de una cultura que se niega a morir aunque la industria tecnológica deje caer sus bombas como cantos de sirena sobre los ciudadanos que no dejan de admirarse a sí mismos: la creada por la “Pimería baja”, por ejemplo, en la sierra de Yécora, se da la mano con la de Oaxaca, por decir lo menos; y la de Masiaca, en el sur; o la de Tezopaco, con bordados y ropa; y ni qué decir de la producción Yaqui y ni, mucho menos, de la Seri , que es elaborada y creativa, alejada del lamento sonoro del tren;
es simplemente una idea con sus correspondientes dendritas. Éstas viajan de la gastronomía a la cultura, de la tradición a la modernidad, de los ecosistemas a la encrucijada que nos presenta el derrumbe del planeta que hemos provocado y la necesidad, imperiosa, de hacer una revisión (o reconstrucción) estricta sobre lo mal hecho, porque resulta evidente que nos hemos equivocado de cerebro (quise decir de sendero): las catástrofes nos han rebasado y tienen que ver con las bifurcaciones tomadas a partir de la revolución industrial del XVIII en Inglaterra;
la cultura, el entendimiento, el cuerpo, la salud, la comida y la tierra se imbricaron para darle sentido a un todo que fuera coherente con el orden del universo. Siguiendo este camino, palpamos un entorno que pedía participación social, es decir, la aplicación de este entendimiento en el discurrir humano y la destrucción de la naturaleza: contra un derrumbe acelerado;
fue así como formamos ániata yoame ac (el que mueve al gran universo), y con esta personalidad jurídica pusimos en la mesa cinco platillos para masticarlos concienzudamente: educación y cultura, ecología y medio ambiente, derechos humanos, asistencia social, y prensa y relaciones públicas.
María del Carmen Arreola